Experiencias Interrumpidas Mientras conducía el coche a su primera sesión de terapia hace casi quince años, Bárbara estaba preocupada de que su psicólogo pensara que estaba siendo ridícula. Podría mandarla de vuelta a casa a dormir un rato, con una risita y el consejo de que dejara de quejarse. Pero cuando terminó de describir la historia de su vida en aquella primera sesión de una hora de duración, lo único que él le preguntó fue: «¿Dónde estaban tus padres en todo esto?» Se quedó desconcertada por la pregunta. Bárbara no podía recordar cuándo había dejado de esperar que sus padres la ayudaran. Nunca se le había ocurrido realmente que deberían ayudarla más. Una pareja normal de clase media con seis hijos, una hipoteca y un perro. Eran padres estupendos. Recordaba su infancia como tan estresante o tan entretenida como la de cualquier otro. Hoy Bárbara ha aprendido que hubo muchas experiencias interrumpidas en su infancia para explicar su incapacidad para enamorarse. El sesgo de comportamiento que la hace demasiado rígida cuando se le acercan potenciales pretendientes también está presente al elegir a sus socios empresariales y en los problemas en los que se mete en diferentes proyectos. Su sesgo ha empañado su forma de actuar como madre de maneras sutiles que afectan al desarrollo de su hijo como persona. El sesgo de Bárbara la empuja a dar mucho más de lo que recibe, como si se esforzara demasiado o «comprara» a la otra persona para que se relacione con ella. Su hijo a menudo se rebela contra ella porque le atosiga con atenciones no solicitadas. La desconfianza grabada a fuego en su cuerpo la lleva a intervenir demasiado en las decisiones de su hijo. Las experiencias interrumpidas son todas las situaciones por las que pasamos en las que nuestra mente inconsciente decide interrumpir la respuesta completa que nuestro cuerpo daría espontáneamente. La elección se lleva a cabo en una parte del cerebro a la que no tenemos acceso y sobre la que no podemos influir por nosotros mismos. Suele ser una situación de vida o muerte. ¿Exactamente qué tipo de situaciones de vida o muerte puede haber experimentado una persona tan normal como Bárbara? ¿Caerse por un acantilado durante una excursión por los Alpes con sus padres? ¿Ser apuntada con una pistola durante un robo en el banco de la esquina? A diario existen muchos accidentes y situaciones peligrosas que todos calificaríamos de amenaza a la supervivencia humana. Los llamamos incidentes traumáticos. A toda persona que haya pasado por alguna experiencia terrible de vida o muerte se le aconseja que busque asesoramiento y apoyo con el fin de recuperarse del trauma, o fractura, generado en su sistema nervioso. La colección de síntomas que aparecen después del trauma, o fractura de respuesta, se denomina trastorno por estrés postraumático, o TEPT. Pero no. Bárbara fue lo suficientemente afortunada como para no haber tenido que pasar por nada de eso. Sin embargo, como todos los demás en nuestra sociedad moderna, ha pasado por infinitas situaciones ligeramente imperfectas que parecían completamente benignas para cualquier adulto que las observara. Ninguno de nosotros recuerda estas situaciones interrumpidas en nuestro pasado porque la mayoría de ellas ocurrieron antes de que hubiéramos cumplido los siete u ocho años. Los adultos están tan ocupados que tienden a darse cuenta solo de las enfermedades o del repetitivo comportamiento problemático de sus niños; y los niños, bueno, ellos sonríen y siguen jugando como si no hubiese pasado nada. «Los niños olvidan rápido», piensan sus padres. ¿Cómo puede ser? Para la mente subdesarrollada de un niño pequeño, muchas situaciones no tan maravillosas se considerarían verdaderas amenazas de muerte. Al carecer del desarrollo cognitivo necesario para interpretar los tonos de gris entre el blanco de la vida y el aparente negro de la muerte en muchos acontecimientos de paternidad imperfecta, el cuerpo del bebé inicia una respuesta emocional extremadamente intensa. Pero una vez que se rebasa un nivel crítico de intensidad emocional, el cuerpo está diseñado para interrumpir su propia respuesta. La supervivencia a toda costa exige una cuidadosa protección de la aún inmadura circuitería neuronal del cerebro; pero aún más importante es que la anulación de todas las sensaciones y reacciones harán al bebé tan invisible como fuera posible para sus potenciales depredadores. En la extrema posibilidad de que la amenaza de muerte se volviera realidad, la interrupción de las sensaciones y emociones harían que el inevitable fin fuera tan indoloro como fuese posible. Interrumpir la respuesta corporal es un mecanismo tan viejo como los reptiles, que se hacen los muertos para que sus depredadores pierdan interés por ellos. Dos tipos de acontecimientos llevan a los niños más pequeños a esta medida extrema todas las semanas, o incluso a diario: cada vez que el bebé se encuentra más lejos del cuerpo de su madre de lo que él está preparado para soportar sin perder la sensación de seguridad; y cada vez que el bebé está expuesto a la emocionalidad inconsciente, pero abrumadora, de sus padres. Para el bebé recién nacido, el mundo es un lío extraordinariamente ruidoso e imposible de descifrar. Solo un objeto le es familiar y le resulta seguro: el cuerpo de su madre. Antes de que pueda siquiera imaginar el concepto de «madre» haciendo encajar las piezas del puzle de sensaciones que esta proporciona, como el olor de su cuerpo, su voz, o el tacto de su piel, el bebé instintivamente identifica el contacto físico con su madre como una fuente de seguridad. Encontrarse a determinada distancia física de su cuerpo equivale a una muerte segura. Para un bebé recién nacido, el cuerpo de su madre es como el suelo que sostiene a un adulto a salvo sobre sus pies. Todo lo demás es como estar suspendido a media altura, seguro de caer y de matarse. Mientras las mujeres indígenas llevan a sus bebés piel con piel veinticuatro horas al día durante los tres primeros años de sus vidas, las mujeres civilizadas ponen a sus bebés en cunas, cochecitos y cuartos separados durante muchas horas al día desde el principio. Por consiguiente, para cuando tienen tres años, los bebés civilizados, como tú y yo, han experimentado unas cuantas supuestas amenazas de muerte que la mayoría de los adultos calificarían, en el peor de los casos, como situaciones imperfectas inevitables. Es muy bueno que la memoria explícita también se anula durante las situaciones interrumpidas. Cada vez que el bebé o el niño pequeño está a una distancia de su madre a la que él ya no se siente seguro, su cuerpo se prepara para una respuesta interrumpida. Fíjate que el desencadenante es la sensación de peligro generada por un cuerpo cuyo cerebro aún no es capaz de procesar los detalles de la realidad. Al principio, los bebés no pueden sentirse seguros si no están tocando a su madre. Luego necesitan verla u oírla y, a medida que se desarrolla su cognición, muy poco a poco empiezan a comprender conceptos como más tarde, en unas pocas horas o mañana. Una vez que identifican la figura paterna en sus vidas, los cuerpos infantiles sufrirán experiencias interrumpidas cada vez que Papá no proporcione la presencia, apoyo y dirección que necesitan de él para sentirse seguros en cada etapa de su desarrollo cognitivo.

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